EL MILAGRO DEL VINO EN SU MÁXIMA EXPRESIÓN
Es conocido que las bodegas de Jerez rodean el centro urbano de la población como si de barrios se tratasen (por su enorme extensión podrían serlo), pero en el caso de El Maestro Sierra, nos encontramos con una bodega de reducidas dimensiones para los usos del lugar, que casi se encuentra compartiendo pared con el propio Alcázar, lo que viene a significar que está encastrada en pleno corazón histórico y monumental de la ciudad. Parece como si su historia y su añeja presencia le hubiese otorgado el legítimo derecho a no desentonar en el entorno, ofreciendo con su sobria arquitectura un plano más humano a vecinos tan egregios como la catedral, la Plaza del Arenal o a la Iglesia de San Miguel. Uno de los encantos de la ciudad de Jerez es que sus habitantes son perfectamente conscientes de que su riqueza y su tradición vienen cogidas de la mano de sus bodegas y sus legendarios vinos.
Lo primero que encoge el espíritu con tan sólo franquear la puerta, es el brusco cambio de temperatura que se experimenta al entrar en los dominios del rey de los vinos españoles. Atrás dejamos una tórrida mañana de primavera que, a las 9 de la mañana ya rozaba la barrera de los 30 grados centígrados. “Esto no es ná para lo que se avecina hoy”, nos repetían por la calle quienes nos veían resoplar en la cuesta que conduce a la entrada de la bodega. No les faltaba razón, a las tres de la tarde no quise ni saber a qué altura llegó el mercurio. No era cuestión de mortificarse.
Un frescor y una deliciosa penumbra nos envuelven y hacen que nuestra pupila tarde unos segundos en dejarnos disfrutar de aquella maravilla. La negrura de las barricas jerezanas acrecienta la sensación cavernosa y crea un enorme contraste de color entre el conjunto y el amarillento suelo de albero. Al sorprenderme pisando la tierra recién regada y levantando la vista hacia los inmensos techos y las interminables hileras de barricas apiladas que me empequeñecen, no puedo por menos que imaginar lo insignificante que debe sentirse un torero cuando pisa la arena de la plaza por primera vez. Por fin estoy dentro de una bodega jerezana y voy a poder materializar lo que he leído y estudiado en innumerables ocasiones. Toda la teoría ha tomado cuerpo y se ha humanizado en la figura del antiguo capataz de la bodega, Juan Clavijo, ya jubilado, que por ser el máximo conocedor de lo que allí se atesora, accedió amablemente a la petición de la propietaria para que fuese nuestro cicerón en esta especie de viaje a través del tiempo que estábamos a punto de emprender.
A modo de reseña histórica, decir que la bodega se remonta al año 1.830, cuando Jose Antonio Sierra, tonelero de profesión, decidió envejecer vinos en sus propias botas (denominación que recibe la barrica en Jerez). Una vez fundada la bodega, el devenir del tiempo puso al mando a Antonio Borrego, que contó con la inestimable ayuda de su esposa, la valenciana de pro Dª. Pilar Plá, que pese a llevar muchos años viviendo en la capital del Guadalete, no ha perdido ni su acento ni su cariño por la tierra que la vio nacer. Eso sí, ha sabido adoptar la elegancia y el señorío que caracteriza a la mujer andaluza. Se puede decir que el milagro que obra Jerez con sus vinos también se ha llevado a cabo con Dª Pilar, que sigue impertérrita al frente del negocio, contando eso sí, con la inestimable ayuda de su hija María del Carmen Borrego que se está ocupando de proyectar los vinos de la bodega al mercado exterior. Se han dedicado a vender sus vinos a otras bodegas en calidad de almacenistas hasta que en los noventa, tuvieron la genial idea de embotellar y vender el vino bajo su propia marca.
La bodega cuenta con unas 1.400 botas jerezanas de 600 litros de capacidad, con una antigüedad media de 90 años. En Jerez se huye de la madera nueva como de la filoxera. Las botas se cuidan, renuevan en lo justo (sustitución de alguna duela, al ser posible por otra rescatada de una barrica inservible) y reparan con extremo mimo para que sigan ofreciendo su maestría al vino que albergan. Pocas botas “rubias” tuve la ocasión de ver en las distintas bodegas que visité. Las dimensiones de la bodega pueden parecer enormes al profano que está acostumbrado a los parques de barricas del resto de bodegas peninsulares. Creí al capataz cuando dijo que se trataba de una bodega bastante pequeña y corroboré sus palabras cuando más tarde vi las 60.000 botas que por ejemplo atesora William Humbert en 75.000 m2 techados, sin contar jardines y caballerizas. Me llamó la atención el taller de tonelería que alberga la bodega en un rincón y que cuenta con herramientas casi tan antiguas como las botas que se reparan y donde pude observar el efecto de los bitartratos o “cabezuelas” acumulados y cristalizados durante lustros en la madera. También descubrí que la polilla ataca al roble americano, pese a lo que la creencia popular dice de esta madera y su resistencia a los xilófagos.
Entrando en materia vínica, pude comprender y descifrar los símbolos y pictogramas que los capataces dibujan con tiza en las tapas de las barricas, con las que destinan a una y a otra a un futuro muy distinto, según las características del vino que se haya desvelado en cata. Unos irán a crianza biológica, los “finos” (se dibuja una palma) y otros irán desde el principio a formar parte de las soleras de olorosos o vinos “gordos” (se pinta un círculo). El sistema de criaderas y soleras tan característico del marco de Jerez tiene en esta bodega una característica muy peculiar: Mientras que los vinos con crianza biológica siguen la norma de poner la bota con vino más antiguo en el suelo (de ahí el nombre de solera) y las criaderas subiendo en altura según el vino que contenga sea más joven, en los vinos de crianza oxidativa, las botas ocupan la parte alta de la bodega, de manera que la solera de oloroso se coloca encima de la sobretabla de fino. Con esto, además de optimizar espacio, se consigue que la diferencia de temperatura existente entre el suelo y el techo de la bodega juegue a favor de cada tipo de vino, aportando frescor al fino y algo de calor al oloroso y amontillado para favorecer su oxidación. Estas cosas no se aprenden en los libros, como tampoco lo que significa por ejemplo 1/104 5ª CRA. FINO, con una palma con flecha que señala hacia la derecha y otra flecha que nace de la palma hacia abajo: Primera bota de las 104 que conforman la quinta criadera de vino fino, distribuidas en la hilera donde está la bota y en la hilera de abajo. Todo un curioso mundo de criptografía donde el número de palmas, las rayas, los palos cortados y demás símbolos, constituyen junto al peculiar lenguaje empleado, un legado centenario que se atesora en estas cápsulas del tiempo que son las bodegas jerezanas.
Mención aparte merecen los vinagres de Jerez, que por ley se encuentran en una sala completamente aislada del resto de vinos, y que hoy en día están tomando un auge tremendo que “amenaza” con superar en volumen de ventas e ingresos económicos a los vinos generosos. Su calidad los avala y los está llevando hasta el último rincón del planeta donde haya un restaurante de calidad o un gourmet que se precie de serlo. La calidad queda patente con sólo traspasar la puerta de la sala y descubrir que contrariamente a la bofetada de acético que uno espera recibir en plena cara, es recibido por unos aromas infinitamente delicados y exquisitos que se escapan por los poros de las barricas. Ni siquiera destapando una bota y acercando la nariz al orificio de llenado se siente algún olor caústico o hiriente. Constituye otra joya que atesora la bodega y que quizá asegure la pervivencia de sus vinos que, como el resto de jereces, están infinitamente mal pagados para la calidad que tienen. Me vino a la memoria mi viaje por los Chateaux de Burdeos y me preguntaba qué precio alcanzaría una botella de amontillado o de palo cortado si los franceses tuvieran el privilegio de poder crear y criar allí estos vinos. Realmente no pagamos ni lo que vale la etiqueta que viste la botella. Dejémoslo aquí, que el que suscribe no es precisamente el rico del barrio y gusta de disfrutar de vez en cuando con una buena copa de vino jerezano.
La lección prosiguió con la oportunidad de ver y oler la famosa flor de levadura que protege estos vinos de la acción del oxígeno y que hace que sea casi imposible distinguir un vino base recién entrado en sobretablas (se llama mosto en Jerez) de un vino fino con cuatro años de crianza. Curioso y misterioso velo que debe ser cuidado con mimo y alimentado año tras año con vinos jóvenes que le aporten azúcar y nutrientes que lo mantengan en perfecto estado de salud. Esta es la esencia de la crianza biológica y la razón de ser del sistema de corrido de escalas en criaderas y soleras (además de asegurarse un producto homogéneo y de idénticas características año tras año con independencia de cómo haya sido la cosecha).
Interior de una barrica taller de tonelería
La cata que siguió a la visita y donde pudimos disfrutar de la presencia de Dª. Pilar y Mari Carmen, corroboró que lo que se hace con cariño y maestría sale bien. Los vinos generosos “secos” los había probado el día anterior en la feria Vinoble, por lo que procedimos con un Amoroso (vino dulce de licor equivalente a un blended con un 90% de Oloroso y un 10% de Pedro Ximenez), un Pedro Ximenez (PX) de extraordinaria calidad, que por desgracia quedó empequeñecido cuando mi Ibense amigo Andrés García (artífice de la visita y responsable de mi presencia en la bodega) apareció en la sala con una botella de PX Viejísimo El Abuelo, joya cumbre de lo que el paso del tiempo y un cuidado experto pueden hacer con un vino. No hay palabras para describir las sensaciones y riqueza de matices que acompañan a un verdadero fósil viviente de la enología jerezana. “Primus inter pares”, reza el lema de la bodega. No he podido tener mejor comienzo en el mundo del Jerez.
Bodegas Maestro Sierra. Plaza Silos N 5, 11403, Jerez de la Frontera (Cádiz). Tlf.:956 342 433.
Mail: infoaestrosierra.com
Web:www.maestrosierra.com
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